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TIEMPO DE PANDEMIA: COMO CENICIENTA EN LA MADRUGADA DE NOVIEMBRE



El mes de noviembre siempre me ha puesto de mala leche. Y no sólo porque el Gobierno presente presupuestos y me tiente otra vez la cartera, que también. Es que me jode, profundamente, la falta de luz. Quizás, por ello, mi primer viaje con la parienta, cuando éramos dos pipiolos más ilusos que un periodista novato -justo lo que yo era, por cierto-, fue a Galicia. Me flipaba eso de ver, a principios de julio, una puesta de sol pasadas las diez de la noche. Sintiendo la incipiente madrugada como esa ventana que sirve de pausa para otro día que disfrutar. Una nueva jornada, larguísima, en la que seguir experimentando. Como si no hubiera un mañana, que eso es la juventud. Además de tirar de insensatez, que los de antes también teníamos lo nuestro. Por eso, la noche siempre ha sido para mí un fundido a negro. Una cortina que si se deja entreabierta, mejor. Pero ahora la noche se hace más larga que una película sueca. Y está cerrada a las emociones. Por eso, cuando veo que llega otro día y es más corto que el anterior, me pongo más mustio que la comanda de un restaurante. Clausurado, como una Cenicienta a la que, ojalá, levanten pronto el toque de queda. Para disfrutar, una y mil veces, de esa luna que arropa un nuevo día. Luminoso, lleno de vida. Y si es con quien deseas, qué más se puede pedir.

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