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LO CONFIESO, ME LLAMO ANTOÑITO


Mi abuela Carolina, que tenía más mili que Cascorro y un olfato de perro pachón, ya se olía que algo raro podía sucederle a su primer nieto, o sea, yo.

De manera que la buena mujer, que cuando sacaba el carácter era peor que un sargento de semana, se conjuró para que no le cambiaran al nene.

Y en éstas que se apostó ante la puerta del paritorio. Porque mi abuela era astuta como Sherlock Holmes, y ya intuía que en el Madrid de mediados de los años sesenta ocurrían cosas raras con los bebés.

El caso es que el plantón de Carolina, al estilo de los leones de las Cortes, provocó la sorpresa de mis padres. Porque no entendían tanta inquietud.

Con el paso de los años, recuerdo lo que me contaba mi madre. Y a mí no dejaba de hacerme gracia. Pero también he ido viendo, cada vez más mosqueado, que a mucha gente le da por llamarme Miguel. Hoy, sin ir más lejos, me lo han vuelto a decir.

¿Será que me acabaron cambiando? ¿Que la jeta de Emilio está tornando en careto de Miguel? ¿Unas veces soy Emilio y otras Miguel?

Ahora entiendo por qué dice mi mujer que soy una caja de sorpresas. Y que igual me tenía que haber llamado Antoñito... el fantástico.

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