Mi abuela Carolina, que tenía bastante más conocimiento que dos bancadas de Las Cortes juntas, pasó una guerra. Y si viera lo que está ocurriendo ahora, se iba al otro barrio.
Ella, que nació en la calle del Correo. A escasos metros de donde se proclamó una República que acabó como acabó, se estará removiendo en su tumba del Cementerio de la Almudena.
Mi abuela, que tenía un encare que acojonaba, perteneció a uno de los millones de españoles cuyo curro, sufrimiento y saber estar hizo posible el milagro. Gente de bien que, en un solar de país, construyó un vergel donde millones y millones de guiris se dejaron seducir.
Mi abuela, que los tenía como el caballo de Espartero, le diría cuatro cosas bien dichas a tanto niñato que exige respeto a sus exabruptos.
Mi abuela le recordaría a tanto jeta que vive del dinero público que, sin los curritos, los pequeños comerciantes, los funcionarios abnegados, los policías, los maestros, los médicos, los periodistas de bien y tanta gente que sólo desea vivir en paz y llegar a final de mes... no habría libertad.
Mi abuela Carolina le daba un par de leches a tanto pijo disfrazado de proletario. Y, de paso, los ponía a estudiar, que ya va siendo hora.
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