
Me toca las narices todo aquello que imprime carácter. Porque desde niño vengo oyendo la misma monserga. Y mira si ha llovido, pero es que el ser humano no cambia. Claro, así nos va.
En la escuela tenías que ser un lince y escuchar eso de que el chico ‘promete’. En el instituto debías fumar porque molaba mazo. Y compartir caladas de Fortuna con las pibas guay de la clase.
Para no bajarte del top y rebozárselo a los pringaos.
En la universidad estabas obligado a vacilar de lo mucho que habías leído. Y si era entre canutos o alguna sustancia alucinógena, en plena timba, mejor.
Antes de conseguir el título, como no condujeras un buga molón, ya te podías ir buscando la vida para hacerte con uno.
El problema surgía cuando no pasabas de minino en el cole, te atragantabas con el humo, ligabas menos que un militante de Vox en un sarao del PP y lo más que pillabas era un Vespino de segunda mano.
Y encima, ahora, cuando te ves en la cola del paro, con el ERE al cuello, va un listo y dice que tu problema siempre ha sido la falta de carácter. La madre que lo trajo...
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