El tiempo es un reloj de arena, que se escapa por una rendija. Al principio, de manera inapreciable. Pero cuando quieres darte cuenta acabas sepultado.
Las horas son un tronco de encina, que va prendiendo y, poco a poco, te hace entrar en calor. Sientes una caricia y otra más. Te frotas las manos, dejándote llevar. Hasta que caes atrapado por la lumbre, sus llamas rojas, los chasquidos de la madera y ese quejido tan atrayente de la corteza que se retuerce.
Pues sí, cuando sientes que el fuego te habla, llega el momento. Ya puedes abandonarte en tus pensamientos. Y volar. O quedarte quieto.
Porque entonces has conseguido detener el cronómetro. De ti depende que las brasas perduren lo máximo posible. Aunque todo siempre acabe convertido en cenizas... con el tiempo.
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